La primera vez que sentí cómo un hijo afecta tu vida, fue cuando encontré a Chester en la calle bajo la lluvia y lo dejé quedarse en mi departamento. Si, Chester era un perro. Amo a los perros, pero a Chester no lo acogí con brazos abiertos exactamente. Nos cruzamos en una calle desierta una noche que llovía a cántaros. Yo llegaba de viaje con una mochila pesada y un celular sin batería. El labrador caramelo al verme se apegó y caminó más de 10 cuadras hasta la puerta de mi casa porque no hubo un taxi que parara. Hasta entonces, yo lo había ignorado. Había tratado de perderlo al cruzar una avenida, pero la ciudad estaba vacía así que no fue difícil que la cruzara atrás mío. Abrí la puerta sin hacer contacto visual. ¡Ah, por fin en casa! Esa puerta me prometía ropa seca y una comida caliente. Pero al girar para cerrarla vi al perro distante en la vereda con su cabeza empapada. No me pedía nada, más bien era como si me hubiera acompañado para que llegara a salvo a casa. No tuve el corazón para dejarlo afuera. Así que con una pequeña invitación se animó a entrar. Claro que en los próximos 20 minutos cuestioné si había hecho lo correcto, pero ya era demasiado tarde. La emoción de sentirse acogido en una casa, lo hizo saltar por todo mi piso salpicándolo. Pasaron dos horas antes de que me pudiera quitar la ropa mojada y cocinarme algo caliente esa noche. Durante las siguientes semanas seguirían pasando cosas parecidas. Chester me haría conocer lo que era tener a alguien bajo mi cuidado. Pero sobre todo, me ayudaría a entender un poco más lo que una mamá me había tratado de explicar una vez: «Tus hijos te hacen hacer cosas que nunca harías. Tus hijos te estiran».
Aclaración: no estoy diciendo que un perro es igual a un bebé. Solo estoy explicando que fue la primera vez que pude imaginarme cómo era convertirse en mamá. Chester fue un ejemplo distante. Entiendo que un bebé es mucho más cansado y sacrificado. (Toda mi admiración a las mamás). Dios me dio a Chester mientras tanto.
¿Cómo me estiró Chester? se puede decir que siendo un perro. Él necesitaba levantarse a las 6:30 am. y morder la puerta de madera. Yo en cambio prefiero que mis puertas no sean mordidas y un perro que espere pacientemente hasta que me levante. También prefiero caminar a la orilla del río por la tarde. Pero él lo prefería como primera actividad del día, después de tascar la puerta de madera. Me gusta tomar taxi para citas importantes. Pero los taxis no prefieren llevar perros. Así que caminábamos, eso quiere decir, que teníamos que salir con mucha más anticipación a todo lado. Chester también se cansaba más rápido que yo (tal vez lo botaron a la calle porque estaba ya viejito y no querían encargarse de sus últimos días), así que en medio del horario apretado, también me hizo pararme como una estatua en medio de la vereda. Él mostraba una cara de pena que hasta los dueños de bares le ofrecían agua. En mis rutas donde yo solía pasar de incógnito, me convertí en el centro de atención. Conversé con desconocidos que nunca hubiera parado a hablar. Sonreía con amabilidad mientras Chester los olfateaba por todos los rincones incómodos y se convertía en el perro más dulce del mundo. Cada una de esas circunstancias las hubiera evitado a toda costa si hubiera estado sola. Pero al tenerlo, sus necesidades se convirtieron en las mías, por más diferentes que hayan sido a mi. Me puso en esa posición de responsabilidad en la que veía por el otro sobre mi misma. Me cambió las prioridades.
Ahí entendí el reto emocional que demanda ser padres y cuánto requiere de tu carácter. Empecé a ver más detenidamente a mis amigos con hijos. Sus hijos usualmente eran diferentes a ellos. Los retaban en diferentes aspectos. Una mamá extrovertida que se excusaba de compromisos sociales porque su hijo necesitaba su cuarto. No necesitaba dormir ni comer, necesitaba volver a su lugar seguro sin gente. Me pregunté si le daba vergüenza a ella tanto como me daba a mi tener que explicar a Chester a desconocidos. También me percaté de lo contrario. Un niño amiguero con un padre introvertido. El niño podía hacer muchas preguntas (algunas incómodas) a quien sea, mientras que el padre mientras más pronto llegara a casa a disfrutar del helado que habían comprado mejor. No quería conocer al hombre con el tatuaje de cocodrilo que su hijo había puesto el ojo. Tus hijos pueden tener necesidades y cualidades tan ajenas a las tuyas. Nunca las harías si pudieras elegir, pero con ellos es diferente porque los amas y sabes que te necesitan allí. Te estiras a nuevos lugares que pensaste evadir toda tu vida. Te incomodas porque ellos importan. Lo que les importa a ellos ahora te importa a ti también.
No soy mamá. Pero si tengo discípulas. Yo soy una y ahora tengo una. Discipular es la experiencia más próxima que tenemos a la paternidad. Al menos, la paternidad biológica es lo que Dios ha usado para enseñarme que significa el hacer discípulos. Cuando lo vi así por primera vez, me pregunté qué tipo de «hijas» me daría. ¿Cómo serían? ¿Qué gustos tendrían? ¿Con qué características diferentes a las mías vendrían? Pensé en todos los temas incómodos, controversiales y conflictivos que he evadido personalmente. «Gracias a Dios no he tenido que lidiar con ellos», me dije. ¿Pero qué tal si una de las chicas lo necesitaba? Hay temas que puedes evadir, pero cuando dejan de ser «temas» y se convierten en personas que amas, no puedes ser indiferente sin herir, distanciarte o debilitar tu vínculo con ellas. «¡Por favor, Dios, que sean igual a mi!» oré en un miedo desesperado. Pero me escuché decirlo en voz alta y supe que pedía mal. Era absurdo pedirle tal cosa al Master de la diversidad. Bien sabía que Dios se gloría en hacernos diferentes y únicos. Lo ha marcado por todos lados, desde los copos de nieve, hasta nuestras huellas digitales. Los cromosomas y los atardeceres. Nos reproducimos según la especie, somos hechos a su semejanza, pero aún en medio de eso, nos hace únicos. Así que pedí, en cambio, que me prepare para ser una buena «mamá» para las hijas que me toquen, porque dentro de mi, me moría de miedo.
Pero Dios sabe cuando da las cosas. La primera discípula que tuve, no fue muy diferente a mi. Al menos, en las cosas fundamentales estábamos en la misma página. Tanto sus debilidades se ajustaban a mis fortalezas y viceversa. Así también, compartíamos debilidades en las que le podía guiar mejor por experiencia. Me afiancé en mi rol de primeriza y los miedos se callaron. Pero ahora tengo la ligera impresión que hay nuevas bebés gestándose y que serán diferentes. Bebés que sacarán una versión mía que nunca creí posible o muy extraña que no he conocido. Son bebés que ya he visto sus rostros, que ya tienen nombres. Son chicas que piensan diferente a mi. ¿Me pedirán que me sensibilice con realidades que siempre les guardé distancia? ¿Me pedirán que asista a reuniones que nunca pensé asistir o que lea libros que consideraba innecesarios? ¿No necesitarán que analice una situación, sino que sienta el dolor? ¿Por ellas tendré que ceder en mis negociables? ¿Tendré que exponerme a verme en ridículo por intentar cosas para las cuales estoy claramente limitada? ¿O admitir mi ignorancia en círculos diferentes? Es que si ellas van por esos caminos, voy a necesitar aprender a acompañarlas. Es que si las amo, lo voy a hacer hasta que lo necesiten.
Así que me animo a ser de esos líderes que no se asustan cuando les hablan de filosofías extrañas o cuando nos presentan a sus amigos difíciles. Nuestros chicos nos necesitan allí, ya sea para acompañarles y protegerles o abrir nuestros ojos a otras realidades. A veces no son cosas de vida o muerte, solo no nos gustan o son diferentes a lo que estamos acostumbrados. Tengamos el corazón para estirarnos más allá de nuestra comodidad y liderar en las diferencias, según sus necesidades. Así se enriquece la familia. Aprendamos a ser vulnerables con nuestros miedos, con nuestras debilidades. A mis padres les tocó una violinista, una reina de belleza y una escritora tímida. Ninguno de ellos tenía experiencia en esas ramas. ¿Qué chicos tienes a tu cargo? ¿Qué particularidades tiene cada uno? ¿Te has distanciado diciendo «somos muy diferentes» y los has dejado solos? ¿O te has interesado por lo que les motiva y has estado dispuesto a aprender algo nuevo? Si te falta motivación, mira a los misioneros que se sometieron a clases de gramática a sus treinta por hablar tu mismo idioma, o mejor aún, a ese Dios, Creador del átomo, aprendiendo a ser niño; al Dios Todopoderoso convertirse en hombre para poder salvarte a ti.
Con agradecimiento y honra a todos los padres que me apoyaron aun antes de entenderme. En especial a la que aprendió conmigo matemáticas avanzadas para que yo pasara el año escolar, y también las leyes educativas para garantizar mi graduación. Y al papá que aprendió a dar abrazos, y nos guardó y alentó aun cuando no nos entendía. Gracias