Como te contaba, todos los hitos de mis veinte correspondían a un sueño adolescente mío no cumplido. El más doloroso fue el no irme de intercambio a los Estados Unidos un año después de que mi mejor amigo, Pedro, muriera. Ese año había aceptado con resignación la muerte del Pedro porque sentía que tenía una oportunidad de escapar de todo en cuanto acabara mi último año de colegio y me fuera. Aguante el dolor porque tenía una ruta de escape al final.
Cuando digo que era imposible que no vaya de intercambio no bromeo. Mis padres también lo querían. Una de las persona del programa que recomendaba a los candidatos, John, me tenía como favorita y me lo había dicho muchas veces. Es más, él quería que fuera antes pero yo demoré el proceso hasta poder graduarme. También las conexiones en los colegios estadounidenses estaban asegurados. Había dos opciones de las que yo podría escoger en la costa este. Solo esperaban que yo terminara mis estudios y pudiera ir. En mi cabeza se disparaban muchos lugares y nombres: Maryland, Chicago, New Orleans, Grace, Worleys, Austin, habia tantas personas que podría visitar.
Cuando llegó el anhelado mes, el programa me dijo que lamentablemente ese año ninguno de los dos colegios tenía familias dispuestas a recibir mujeres ese año. Por un momento, pensé que esa condición no me incluiría. Tenía la recomendación del pastor principal de mi iglesia. Mi papá era un anciano de la iglesia y tenía mi reputación que me precediera. No por nada me llamaron Niña Buena en mis años de universidad. “No. Lo siento. No hay casas disponibles”, fue lo último que me dijeron. Yo no lo podría creer. Ni la persona más influyente pudo hacer algo.
John en sus intentos de animarme, al escuchar las noticias tan extrañas, me dijo “bueno hay una tercera opción… No es un colegio, sino es un internado ministerial en New York. Allí estarán a cargo de una iglesia en donde harán todo tipo de trabajo probando varias áreas de servicio. También harán trabajo comunitario si es posible… dura alrededor de 8 meses”, lo había dicho mirando a la mesa como si me estuviera presentando un premio consuelo. Al terminar alzó a medias la cabeza como temiendo mi reacción.
“¿Está bromeando?” le dije, “¡suena mejor que un intercambio! ¡Si de ley quiero ir!”, dije emocionada mirando a mis padres por aprobación. Ellos asentían aun con dudas pero sin apagar mi emoción. “Van algunos chicos de la iglesia, como 8 creo”, continuo John ya hablando a mis padres más directamente.“¿Y el hospedaje?” preguntó mi mamá. “Se quedarán en una casa ministerial. O sea tendrán un cuarto para chicas y otro para chicos y tendrán que encargarse de sus comidas. Ya son mayores de edad.” dijo adelantándose a las preguntas preocupadas de padres latinos. Dentro de mí grité de emoción porque era mejor de lo que podía pedir. Vivir sin adultos con chicos de mi edad sonaba todo lo que quieres hacer a los 18 años. “Hay un costo que cubrir por comidas y cosas así, deben hablar con….” siguió hablando John pero era sobre las cosas que mis padres se encargarían. Ahora le tocaba convencerlos a ellos, pero era fácil. Si John quería, ellos querrían. Yo empecé a hacerme a la idea de que todo lo que quería se estaba dando. Ir de intercambio y tener un tiempo libre por fin como mayor de edad y, más que nada, un nuevo comienzo dejando todo este dolor atrás.
Dos días después, mis padres me llamaron al comedor y me pidieron que me sentara. “No puedes ir a New York, cariño” me dijo mi papá, por sus miradas sabía que estaban hablado en serio. “¿Por qué?” les pregunte en un solo aliento. “Este programa es mucho más caro que el intercambio, no podemos pagarlo”. Antes el porcentaje que se pagaba por hospedaje a las familias era simbólico realmente, pero en este programa, la comida debía ser pagada por completo por cada participante. Por primera vez me di cuenta que hablábamos de miles de dólares para la comida de un año entero, en un país mucho más caro que el nuestro. El presupuesto solo en comidas era mucho más de lo que podíamos costear. No pude decir nada más, solo sé que me fui a llorar a mi habitación. Ahora sí, era irremediable. Contra esto no había nada que hacer. Entré a mi cuarto, cerré la puerta y grité contra la almohada llena de rabia y lágrimas hasta se me fueron todas las fuerzas.
Casi seis meses habían pasado. Yo me había resignado. Los chicos habían ido de intercambio ya y yo terminaba mi año escolar en mis estudios en casa. También con mi familia nos mudamos por primera vez a nuestra casa propia, después de 20 años de rentar, teníamos un lugar que llamábamos nuestro. María José y yo, compartiríamos un cuarto y Clarita tenía su propia habitación. Ella había escogido azulejos morados para su baño. Mi mami escogió el patrón del piso para el patio trasero. Armamos una última vez nuestras camas con papi. Recuerdo haber limpiado todos la casa juntos antes de mudarnos con el último álbum de U2 de entonces, “Vertigo” sonaba y mi papi cantaba.
Las partes feliz de la normalidad, eran las brigadas médicas a las que íbamos como traductoras, mi hermana y yo. Las primeras del año eran en una de mis localidades favoritas, Vilcabamba. Además, cada año venía el mismo equipo. Yo esperaba con entusiasmo a Steve, que habíamos congeniado desde el inicio. Era como un padre más. Pero está vez, ¡venía con toda su familia! Sus dos hijos menores disfrutaron tanto como nosotros estar en una aventura así. Congeniamos todas las dos semanas. mó. Se enteraron de mis planes arruinados y se preocuparon. Al final de nuestras dos semanas juntos, Steve, el papá, me preguntó: ¿Te gustaría ir de vacaciones un verano a Oregón?” Yo no entendí su pregunta. “Sé que no es lo mismo que ir de intercambio o ir todo un año, pero estoy seguro que podemos encontrar como divertirnos”, me dijo con un guiño. Jen, su esposa, se iluminó al verme sonreír con la propuesta. Si había una forma de hacer a una chica de 18 años feliz era esta. Era demasiado bueno para ser verdad.
Steve escribió una carta de invitación para el Consulado. Allí aseguraba que ellos se harían cargo de mí en todo, hospedaje, alimentación y transporte. Mis padres pagarían el ticket de ida y vuelta. Al mes siguiente, mis padres me ayudaron para sacar la cita en el consulado americano y pedir la visa. Mi papi condujo a Guayaquil 4 horas conmigo para entrevistarme. Hicimos la fila. Por fin estaba haciendo lo que tanto quería. Estaba nerviosa. Muchas personas iban y venían y se notaba quien recibía la visa y quién no. Conseguir una visa americana es una lotería. Porque muchas veces no te dan una explicación o no hay una lógica en el perfil que escogen. Siempre hay excepciones. “Si te dan es porque Dios quiso”, sabemos decir. Esa noche escribí un cuento de una niña y un hombre viejo en una cabaña en medio de un invierno (Winter Wait). Había una seguridad que este hombre viejo sabría que hacer cualquiera que sea el resultado de la semana.
Mis papis me podían acompañar hasta la sala de espera, pero a la ventanilla iba yo sola. Entregué mis documentos. Mi papá se quedó atrás mío. Entregué con cuidado la carta que Steve había escrito. El funcionario me pregunto si era yo Erika Molina, dio una ojeada rápida a los documentos que tenía en la carpeta sin detenerse a leer ninguno de ellos. En seguida me paso un papel por el agujero del vidrio. “Su visa ha sido negada. Siguiente”.
No recuerdo como salí de la embajada, ni que me dijeron. No recuerdo el viaje de regreso. Tampoco recuerdo haber llorado ni haberme puesto brava. Viendo hacia atrás pienso que tal vez era una resignación profunda. Ya toda la energía que había acompañado mi ira me había abandonado. Este sueño murió y lo afronté en silencio. Solo sé que algo murió dentro de mí y lo enterré en un lugar muy profundo y oscuro. No más. Nunca más soñaría así, ni me emocionaría por algo ¡tan tonto como un viaje! por algo tan incierto. No volví a hablar del tema y finalicé mis estudios ese año en Manta, en nuestra casa nueva, y no en un colegio en los Estados Unidos. Esta vez, no quise saber más de él.
Claro, Dios seguía en medio de todo esto y los porqués se habían quedado irresueltos. (¿Confías en mí?). Lo siguiente que me dijo fue: “Agradece”, y me parecía irónico. Pero la niña había confiado plenamente en el viejo barbón y tenía paz. Además había decidido no hablar de él otra vez. Así que solo obedecí. En ese tiempo, Facebook era la última novedad. Durante los dos próximos años tuve que aprender a dar gracias por el lugar en donde estaba cuando veía fotos de todas las personas conocidas de mi edad que estaban en los Estados Unidos de intercambio. Era la primera vez que podíamos ver en tiempo casi inmediato todas las cosas que aprendían, que experimentaban. Las fotos de hamburguesas, en las casas con sus nuevas familias, fotos en la nieve, fotos con golosinas que no sabía ni a que olían. Tuve que escoger entre envidia ardiente y un agradecimiento doloroso, en cada foto.
Para el segundo año, yo me había mudado a Cuenca, estaba en la universidad, y ya podía agradecer genuinamente por el lugar y el tiempo en donde estaba. Encontré nuevos amigos en la iglesia, estudiaba una carrera que me apasionaba y estaba en una ciudad encantadora. En una reunión con mis amigos nuevos, comentábamos nuestros años de colegio y la mayoría empezó a hablar de sus intercambios. Yo empecé a contar mi historia de por qué no fui a New York. Ana Belén, a quien había conocido ese año de repente se iluminó. “¡Eras tú la Erika que no llegó!”. Todos le quedamos viendo en plena confusión. “Yo fui al programa ministerial en New York ese año” empezó a explicarse. Dio los nombres de todos los chicos con los que habían ido. Eran los mismos que yo seguí en Facebook, teníamos a todo el grupo en común. “Cuando llegamos, todos teníamos regalos de bienvenida en nuestras camas con nuestros nombres. Había una cama extra con tu nombre. Nadie sabía que Erika era, pero nunca llegó. ¡Eras tú!”, dijo Ana Belén todavía con los ojos abiertos al descubrimiento.
Esa historia abrió la tumba en donde había depositado todo el dolor de los pedazos de mi sueño roto. Llegué a mi casa esa noche y le reclamé con gritos y lágrimas a Dios esta vez. Con toda la rabia que nunca había salido al parecer. Por primera vez, sentí el peso de lo que creía Él me había quitado. “Tenía una cama, ¡una cama con mi nombre!”, le reclamé llorando mientras me quedaba dormida”. Tenía 19 años y no volvimos hablar de eso hasta cuando tuve 25.