Las historias que siempre cuento, Viaje

Un cuaderno en el desierto

Había empacado mal. Estaba en uno de los resorts más hermosos del mundo, con atención de primera, pero… en medio del desierto. Si querías algo necesitabas manejar al menos 10 minutos en dunas de arena y palmeras hermosas para llegar a la tienda más cercana. Para lo cual tenías que rentar un carro con el hotel o pagar 45 dólares al Uber más barato. Así que si habías olvidado algo o querías algo extra que el hotel no cubría, dependías totalmente de la tienda 5 estrellas del hotel. Me había paseado en ella apreciando la belleza de cada objeto y prenda con la marca específicamente hecho para la cadena de sus hoteles. Evité a propósito mirar los precios porque sabía que no compraría nada. Me había prometido específicamente no hacer compras esta vez mientras estaba en los Estados Unidos. Por más tentación que tenga. “Ya compraste cosas hace unos meses.” “No necesitas nada más, Erika”. “¡No lo necesitas!”, me repetía a mis adentros para dejar cualquier cosa en donde la había encontrado. 

Ese mismo año era mi segunda vez en los Estados Unidos. Realmente un viaje inesperado. Me habían invitado a la conferencia FCCI ¡por segunda vez seguida! Un sueño hecho realidad, todo pagado. Era perfecto para mi tarjeta que aún no terminaba de pagar el primer viaje de ese año. Viaje como una mochilera de verdad. Tenía todo el look. Las botas para caminar, la mochila larga que sobrepasa tu cabeza, llena de bonitas blusas contadas para conocer a los empresarios ricos que se sentarían a mi lado toda la semana. Estaban contadas de verdad. No tenía un extra de nada. Ni un lápiz. Austeridad completa. Así que rentar un carro o pagar una Uber que no me llevara de nuevo al aeropuerto de regreso no estaba en mi presupuesto definitivamente. ¿Qué no había empacado? Un cuaderno. Yo empaqué una libretita de notas, como si no procesara todo escribiendo.  Si lo hice. Era el primer día y ya no tenía ni los márgenes de la libretita para anotar todo lo que sentía, pensaba y experimentaba.

“Erika, Erika, Erika”, me dije muerta de iras conmigo misma, mientras caminaba en medio del hermoso pasillo largo del hotel lleno de cuadros iluminados por luces cálidas que llevaba a la tienda 5 estrellas. El ímpetu por escribir era abrumador. Tenía que romper mi regla y gastar en un cuaderno. La única tienda disponible era de lujo. ¡Suerte la mía! Pero las necesidades son eso, necesidades. Así que allá iba yo torturada por el pensar de cuánto me iba a costar un simple cuaderno de cuero, edición limitada con las siglas del hotel en la esquina, o cualquier cosa parecida. Fui directo a la cajera y le pregunté por uno. Su mirada predispuesta a facilitar cualquier cosa que pudiera necesitar en ese momento se truncó en su expresión.

“Lo lamento, no tenemos nada por el estilo”, dijo la cajera.

“No necesito mucho, cualquier tipo de libreta me sirve, cualquiera”, le dije con énfasis en cualquiera.

Tratando de ayudarme me ofreció un bloque de notas con el logo del hotel que lo encontrabas en recepción gratis para los huéspedes. Ya había llenado dos por ambas caras la noche anterior. Iba a necesitar 20 de estos como mínimo para toda la semana.

“Gracias”, le dije alejándome con una tristeza profunda.

Para que me entiendan, era como si me dijeran que iba a vivir los días más bonitos de mi vida pero que al terminar la semana los olvidaría todos. Escribir hace eso por mí, mantiene mi memoria viva. Volví a la mesa para la conferencia de la tarde con el corazón pesado. Por primera vez me costó interesarme en el próximo orador. “Señor, solo quería un cuaderno”, le dije en voz bajita a Dios. La mesa de doce personas aún estaba vacía. Las  jarras y copas de agua de la mañana habían sido cambiadas por otras limpias. En el salón se veía una que otra pareja que parecían todavía inmersas en su conversación del almuerzo. Se podía identificar cuantas personas del staff de sonido y cámaras realmente estaban constantemente a nuestro alrededor y pasaban desapercibidas. Poco a poco el salón con más de veinte mesas se fue llenando de ruido de conversaciones indistintas hasta que no podías escuchar a la persona sentada frente a ti en voz normal. Los mexicanos que estaban en mi mesa, empezaron a llegar medio asustados pensando que estaban tarde, choque cultural, muy mal visto allí. “¿Dónde estabas?” Me preguntaron, “te perdiste de…” y me siguieron contando alguna historia chistosa a la que no me pude reír.

Detrás de ellos venía a pasos rápidos Ligia, la mandamás del grupo, que tenía energía para todo y nos hacía reír, callar, actuar, o lo que fuera necesario, mejor aún, si era divertido, ella nos movía a hacerlo. Venía cargando una cartera más grande de lo normal, o mejor dicho, peleando con la cartera mientras curveaba las mesas. Vino directo donde estaba yo. “¿Dónde te metiste, chica?” me dijo enfrente de todos, pero se agachó a susurrarme al oído, “este es un detallito de mi parte” dijo mientras ponía algo plano y frío mi pierna bajo la mesa. “Es una tonterita, no sabía si regresarías este año. Espero te guste”. Era un hermoso diario de rayas blancas y negras con detalles dorados. “¿Qué? Oh, wow”, logré decir, “Gracias, gracias” le dije en voz callada. Quería decirle que justo había estado buscando un cuaderno, pero se soltó del abrazo y siguió en seguida a su puesto porque el programa ya comenzaba y nos llamaban a orden. No creo que se dio cuenta que yo tenía los ojos aguaditos de la emoción. Tampoco recuerdo si pude explicarle después cuánto el cuaderno significó para mí.

Una vez más, el único que sabía que quería un cuaderno y cuanto realmente lo necesitaba era Dios. Él me había visto lamentarme y estar enojada por esto, en la noche anterior mientras se me acababan los márgenes en donde escribir; hoy en el desayuno mientras no encontraba más bloques de notas; en el pasillo camino a la tienda. Él había visto mi preocupación por el dinero, y cuanto me defraudaba romper mis reglas cuando quería hacer bien esto de ser independiente y manejar mis cuentas. Él había suplido algo que no todos lo consideran una necesidad. Nada importante para el resto, pero tan esencial para mí. No gasté un centavo, pero mejor aun, no venía con dolor, ni tristeza, o arrepentimiento. No me podía reprochar más a mí misma. “Me place darte…” escuché.

Cuando recordé esta historia y la quise escribir, fue cuando necesitaba recordar que mis necesidades son importantes para Dios. En especial las pequeñas, las “tontas”, las que nadie más entiende. Dios les da importancia y quiere satisfacerlas, aunque sea un simple cuaderno en el desierto. Esa noche escribí la historia que me había dado en 48 horas, y es la que contaré a continuación.

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