Cristiana rebelde, Cuarentena

Como el desayuno

Nada seguía su rumbo habitual. La hora de salir, las reuniones en la agenda y los cafés pendientes se volvieron preocupaciones innecesarias. Ninguna pieza estaba en su sitio. Así también la oficina se había confinado a un espacio virtual en mi pantalla. Ahora tenía que imaginarme a las carpetas y organizarlas sin tocarlas. Todas la partes de la rutina se rompieron, todas excepto una: el comer.

El hambre seguía marcándome el día. Las ganas de pan y café me hacían ir a la cocina ni bien me levantaba. Pasadas unas cuatro horas, me timbraba otra vez el recordatorio biológico para avisarme que pronto tendría un hambre voraz. En medio del horario incierto y las cancelaciones, el hambre permanecía constante como siempre. Los primeros días, era lo único que me anclaba al tiempo y a mi misma. Me daba algo que hacer aun si me faltaba ánimo. Incluso en cuarentena, la rutina de comer no se rompía.

Sentada con un pancake frente a mi, recordé la canción que tanto había cantado hace años: Como mi respirar de Michael W. Smith. La segunda parte de la canción dice:

«Como mi diario pan / como mi diario pan / es tu palabra santa en mi…. / Y yo me desespero sin ti.»

¿Cómo sería tener la misma hambre por Dios? Así diaria, constante y tan necesaria, me pregunté.

-«La tienes,» me respondió Jesús sentado al otro lado de la mesa.

Era verdad. Bien sabía que otro tipo de hambre existía en mi. Si no la alimento bien y a tiempo, afecta mis emociones y mi comportamiento. Al igual que el hambre común, me exige ser saciada y me impulsa a cualquier cosa que esté al alcance sin importar si es conveniente o bueno. En el fondo, sé que nada es suficiente. Lo sé por experiencia a estas alturas. Solo Jesús puede satisfacer saludablemente esa hambre. ¿Pero cuándo la sació con él? A veces es de vez en cuando si estoy ocupada. O le busco cuando estoy al borde de la ansiedad. No es como mi diario pan.

«Yo quiero que sea como tu desayuno», le escucho decirme en tono de añoranza.

«Como el desayuno» repito en voz baja, sintiendo un cosquilleo en el cuello.

Desde esa mañana, he accedido y compartimos el desayuno juntos. Él presente y yo lo dejo hablar. O mejor dicho, leo lo que ha escrito. No puedo evitar hacer preguntas a cada rato.

-«¿Por qué hiciste eso?» o

-«¿Qué quieres decir aquí?»

Algunas veces me maravilla lo que no sabía de Él.

-«¿Así de importante es esto para ti?»

Otras veces, no puedo decir nada porque se me hace un nudo en la garganta. Pero sé que Él adivina mi mirada preguntándole, «¿Tanto así me amas?».

Lo tengo ahí sentado, como si no fuera la gran cosa. Cuando pienso que Él quiere estar aquí, me abruma y me intimida su presencia. Pero rápidamente ella misma me calma. A veces creo que sus cartas son solo un pretexto para estar juntos. Es que sin Él en la habitación no sería lo mismo. Han sido pocos días, pero ya no me cabe duda que es Él, y solo Él, el verdadero pan que ando buscando cuando despierto cada mañana.

«Yo soy el pan de vida: el que a mí viene, nunca tendrá hambre.»

-Jesús

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